LA SOMBRA TE HA VISTO


 









LA SOMBRA TE HA VISTO




INDICE:

PROLOGO
RECUERDO DE NIÑEZ

Próxima entrega:
JUEGO INFANTIL, LA SOMBRA DORMIDA





PRÓLOGO


"Y la tierra estaba desordenada y vacía,

y las tinieblas estaban sobre la faz del abismo... 

Y dijo Dios: Sea la luz; y fue la luz."

Génesis 1:2-3



La oscuridad siempre estuvo ahí. Desde el principio de nuestra existencia, la percibimos como algo vivo. Algo que respiraba en los rincones, que se arrastraba bajo los párpados cerrados. Susurraba desde las sombras que fingías no ver. En ella acechaban los depredadores que atacaban mientras dormíamos, las serpientes que reptaban, mordían y dejaban su veneno. Sellaba los caminos que debíamos cruzar, no con muros, sino con el miedo de no ver más allá en el avance, miedo a caer, a perdernos, a desaparecer en la oscuridad.

Ese temor primitivo se arraigó en nosotros y se transmitió como un susurro genético en cada generación. Una fobia ancestral que aún nos persigue. Es un eco en nuestro ADN que nos dice que la oscuridad nunca ha sido solo ausencia de luz.

Nos agrupamos por miedo. Así nacieron las tribus, las sociedades. La primera manada.

Desde el principio, el ser humano intentó domesticar la oscuridad. Ponerle nombres, limitarla a mitos y símbolos. Creyó entenderla, pero la verdad era simple y aterradora, nunca nos sentimos a salvo en ella cuando estábamos completamente solos. Así fue hasta que descubrimos a nuestro primer aliado, el fuego. Aun así, el miedo no desapareció del todo. Sólo cambió de forma.

¿Qué pasaba cuando el fuego se apagaba por error o descuido? Como dice el dicho: conocemos la luz porque hemos vivido en la oscuridad. Pero ahora, sabiendo lo que era la luz, la oscuridad se volvió aún más aterradora.

De la noche a la mañana, nacieron las historias. ¿Y si la oscuridad no fue solo la ausencia de luz? ¿Y si hay algo más? Algo antiguo y que siempre estuvo ahí. Algo creado por un ser superior, a la espera paciente del momento adecuado para dejarse ver. Nos pudieron decir: “No hay nada ahí”, pero eligieron decir algo peor:

“Si no haces esto que te digo, ese miedo que acecha en la oscuridad vendrá a buscarte. Y te llevará más allá de la eternidad”.

Con el tiempo, se fraguó el concepto de Dios, del Diablo y del castigo. El miedo se convirtió en la base de toda religión monoteísta, un hombre, al que llamaron sumo sacerdote o algo semejante, adquirió un poder equiparable al macho Alfa de la manada o al rey de un pueblo. Así fue durante mucho tiempo.

En algún punto de la historia, surgieron demasiados dioses, demasiados diablos, demasiados infiernos. Todos afirmaban ser los únicos. Entonces, algunos dejaron de creer, pero el miedo no desapareció. Fue entonces cuando llegaron los cuentacuentos, charlatanes que amenizaban creando un folclore donde el miedo a la oscuridad adquiere formas e historias. Así nacieron muchos de los monstruos que despertaban el escalofrío en la nuca, habitando en reflejos que se movían un segundo tarde. Todos tenían algo en común: nacían, vivían y se escondían en las sombras, en la oscuridad. Hicimos que nuestros miedos, de alguna manera, volvieran a ser reales, al menos para nuestra mente a la luz de una chimenea.

Luego llegaron los que no aceptaban que el miedo fuera tan irracional ni que su origen estuviera ligado a la existencia de un ser superior o fantástico. Su racionalidad los llevó a retomar una idea más lógica y a buscar respuestas en la creencia de que el miedo era un simple fallo de la mente, un eco de nuestros instintos primitivos que nos permitió sobrevivir en la evolución de las especies.

Tres caminos: la fe, la fantasía o la fobia; la religión, la imaginación y la psicología. Todos ellos han intentado explicar el miedo a la oscuridad partiendo de la base de que no había nada en ella y que todo estaba, de una manera u otra, en nuestra mente: bien para controlarnos, para entretenernos o para corregirnos.

Pero hay una cuarta explicación que nadie ha sopesado. ¿Y si todos nuestros miedos convergen, mutan, se entrelazan y evolucionan de una manera real? ¿Y si vive algo en la oscuridad? Algo que comenzó a observar. Algo a lo que, sin darnos cuenta, le hemos otorgado la capacidad de aparecer y desaparecer porque no le hemos dado la oportunidad de existir abiertamente.

Las historias que vas a leer son fragmentos de una verdad que no quisimos aceptar. Son las de cinco personas con cinco vidas distintas. Cada uno de ellos vive un miedo propio hasta descubrir que todos tienen una base en común: la oscuridad. Una oscuridad que no los eligió al azar, que tenía un propósito. Un plan. Una existencia.

Si alguna vez no apagaste la luz. Si evitaste los espejos. Si huiste de la sensación de que algo te miraba. Si corriste en pasillos oscuros sintiéndote observado/a, te tapaste con sábanas fingiendo ser invisible y cosas por el estilo, puede que estas historias te resulten familiares.

Porque en esas ocasiones... pudiste tener razón. En esas ocasiones te vio ella también a ti.






RECUERDO DE NIÑEZ


“Cuando yo era niño, hablaba como niño, 

pensaba como niño, razonaba como niño; 

pero cuando llegué a ser hombre, 

dejé las cosas de niño.”


Corintios 13:11



Me llamo Carlos. No soy escritor y, para ser honesto, de normal suelto más palabrotas de las que debería, pero lo que voy a contar no tiene nada que ver con ser culto o con haber tocado pocos libros en mi vida.

Bueno que me pierdo en los detalles, como he dicho no soy escritor, pero tampoco esto es una novela, un relato o un cuento. Sólo voy a intentar describir un recuerdo que no me deja en paz, uno que sigue persiguiéndome como si fuera parte de mi sombra, uno que he intentado enterrar bajo montañas de sesiones de terapia y charlas motivacionales con un psicólogo que cobra al mes casi como mi alquiler.

Fue en la casa de mi abuela. Una casa vieja, con muebles de madera oscura y vetas marcadas por el tiempo. El olor a humedad se pegaba a la ropa como el colesterol a las arterias. El aire era denso, viciado, como si las paredes mismas acumularan el polvo de generaciones. Cada paso en el suelo de madera resonaba con un eco hueco, un quejido que se alargaba en los silencios. Allí, los silencios eran largos, como si se esperara algo de ellos, hasta que el crujir de la madera los rompía. Pero lo peor de mi recuerdo era el pasillo. Aquel maldito pasillo, tan largo para una casa tan pequeña.

La visión de cruzarlo a cualquier hora del día era inquietante. A mis ocho años sentía que algo me miraba desde cada rincón donde la sombra era más densa, desde cada hueco donde la luz no llegaba del todo. Eran como cientos de ojos escondidos en la penumbra, acechando en los bordes del rabillo de mis ojos, moviéndose a mis espaldas justo cuando pasaba. A veces, sentía el aire cambiar de temperatura sin razón aparente, un escalofrío recorriéndome la nuca. Mi abuela siempre decía que todo esto eran cosas de niño… y a los niños rara vez se nos daba la razón. Pero cómo odiaba ese pasillo.

Una madrugada, el sueño me venció en el sofá de la sala. Desperté de golpe en medio de la penumbra. Noté cómo se me hacía un nudo en el estómago. No estaba en mi cama y mi habitación estaba al otro lado ¿del?... exacto, del puto pasillo. Respiré hondo y esperé a que mis ojos se adaptaran a la oscuridad, pero entonces vi la silueta al fondo.

A esa distancia y con tan poca luz no podía ver sus ojos, pero sentí su mirada. Aquella figura era alta, delgada, con las extremidades desproporcionadas, inmóvil como si estuviera esperando el momento justo para moverse. Era como los muñecos de porcelana de la abuela, esos que juraba que nunca cambiaban de sitio, pero siempre parecían estar más cerca si dejabas de mirarlos. Mi mente infantil trató de encontrarle sentido a aquella silueta, de convertirlo en un abrigo colgado en una percha o en una sombra mal proyectada. Pero algo dentro de mí sabía que no era nada de eso. Sencillamente, era una silueta que estaba allí.

Lentamente, me cubrí la cabeza con la manta, sin hacer ruido. Si no lo veía, él tampoco podía verme, y si no me movía, quizás pensaría que era un mueble más, como un taburete. Tal vez hasta se sentaría encima o me usaría como reposapiés. A los ocho años, la lógica de un niño no tiene fisuras y tampoco mucho sentido del amor propio.

Los ojos se me abrieron de par en par cuando la voz llegó desde todas partes.

—No te escondas.

No me jodas. ¿Qué no me esconda? Claro. Y de paso, ¿quieres que me acerque?

¿Os acordáis de cuando os decían: "no metas los dedos en el enchufe" o "no toques algo caliente"? Exacto, terminas con un dedo quemado o con un hormigueo que te recorre el cuerpo, como si te hubieras convertido en un experimento eléctrico por accidente. Bueno, pues yo estaba a punto de hacer ambas cosas a la vez, porque la curiosidad y el pánico juntos son una receta infalible para hacer estupideces. Entre abrí los ojos solo un poquito, lo justo para ver la sombra moverse, inclinándose sobre mí, como si intentara olerme. Miré a ambos lados, buscando desesperadamente una ruta de escape, pero más allá del sofá, la oscuridad era un muro sólido, tan espesa que parecía tragarse todo lo que entraba en ella.

Me quedé aún más quieto cuando la voz ya no flotaba en el aire como antes y ahora me susurraba al oído con un aliento helado. Fue un susurro muy íntimo:

—No ahora… Aún crees en mí. Aún estás protegido. Pero cuando seas un hombre y me hayas olvidado… cuando pienses que fui solo un sueño infantil… entonces vendré a buscarte.

Y desapareció.

Aquello no tenía gracia, ¿a que sí? Pero me reí, porque a veces el miedo es como los chistes malos: te hacen sentir, decir y soltar cosas aunque no quieras. En mi caso, solté una risa nerviosa mientras me meaba encima.

Sin pensarlo demasiado, salté del sofá y corrí hacia mi habitación. Tropecé con una silla en el camino, soltando un maldito quejido que por poco me delata, y contuve las ganas de gritar. Me lancé a la cama de un salto, enterrándome bajo las sábanas como si fueran una armadura impenetrable. Me hice un ovillo, con la absurda esperanza de que, si cerraba los ojos con suficiente fuerza, aquella cosa asumiría que ya no existía y me dejaría en paz, que no volvería a oír aquella horrible voz.

No sé en qué momento el sueño me venció, pero cuando desperté en mi cama era como si nada hubiera pasado... aunque yo sabía que sí había pasado. Allí estaba mi madre, con cara de pocos amigos, echándome la bronca por la ropa interior "sucia". Yo solo podía asentir en silencio. "Claro, mamá, me lo hice encima porque soy un rebelde, no porque la madre de todas las pesadillas anoche me susurró al oído", era un niño. ¿Quién me iba a creer?

Con los años, después de muchas sesiones de terapia, el recuerdo sigue ahí. Intacto en sus sensaciones. Pero la imagen de aquello que vi se ha ido desvaneciendo, perdiéndose como un dibujo en un espejo empañado. Apenas una sombra sin contornos. En teoría, según mi psicólogo, así debe ser. Es la forma que tiene la mente de enterrar un recuerdo. Pero a veces, cuando apago la luz, juro que algo se mueve en la ventana o noto algo extraño en el reflejo del espejo mientras me afeito.


Hoy todo ha cambiado. Por eso cuento esto. Anoche mi hija me despertó llorando. Dijo que alguien la observaba. En el pasillo