UNA HISTORIA
Por:
Felipe Cantarino Santillana
En 2022, mi nombre se volvió tendencia por las razones equivocadas. Me acusaron en redes de algo que ningún tribunal probó. Me detuvieron durante 30 horas. Vi mi rostro convertido en diana viral, recibí insultos por miles, suposiciones disfrazadas de certezas. Me condenaron antes del juicio. Me callaron antes de escucharme. Y casi pierdo la voz.
Caí. Hondo. Perdí el centro. Caminé por la cuerda floja del pánico, con el suelo desintegrándose bajo mis pies. La incertidumbre fue mi sombra durante más de dos años. Me sentí invisible, desarmado, juzgado por el eco de una mentira que nadie quería cuestionar.
Y aunque me hubiera gustado decir que no me rendí, la verdad es que sí lo hice. Las visitas a urgencias, los psiquiatras, los psicólogos... empezaban a ser parte de mi rutina. No era resiliencia, era encierro. Me estaba girando hacia dentro, pero no para encontrar respuestas, sino para escapar.
Allí, en ese silencio forzado, encontré al niño que sobrevivió a su infancia. A toda la oscuridad que alguna vez me tocó atravesar. Recordé momentos, gestos, decisiones que un día me hicieron seguir adelante. Recordé lo que es el estoicismo. Y por pura casualidad —o tal vez no—, llegué a la mayéutica. Y allí encontré algo que no había en libros ni diplomas. El arte de parirse a uno mismo a través de preguntas que no consuelan, pero liberan. No salí ileso, más bien cicatrizado pero verdadero.
Estudiar la Mayeutika me sirvió, ante todo, para entender qué me estaba pasando. Porque cuando todo se derrumba, ya no necesitas teorías, necesitas sentido. Y el sentido no llega de fuera, se construye desde adentro.
Ahí descubrí que el dolor no siempre viene para destruirte. A veces, viene para reordenarte. Para que abandones la fantasía de ganar y abraces la verdad más cruda: sobrevivir es evolucionar. Adaptarse. Convertirte en alguien que no solo aguanta, sino que transforma el golpe en dirección.
Había cambiado. No porque quisiera. Sino porque ya no podía seguir siendo el mismo. Había aprendido a leer el mundo de otra manera. A acompañar sin imponer. A ver más allá del ruido. A callar para escuchar de verdad.
El día a día se volvió más silencioso en mi cabeza. Dejó de importarme lo que decían y pensaban de mí. Estaba tan ocupado encontrando mis propias respuestas que dejé de escuchar las palabras que venían de fuera. Pasó el tiempo, y llegó la sentencia que lo dejaba todo claro: las mentiras, tarde o temprano, caen por su propio peso. Era un momento importante, sí. No solo porque me exculpaba totalmente, sino porque confirmaba con hechos todo lo que por dentro ya había empezado a construir. Para quien no escucha pero sí juzga, ese papel era credibilidad pura. Ya no era solo una voz que se defendía: era la verdad respaldada por la ley.
Y esa verdad cambiaba las reglas. Ya no era impune atacar, insultar, despreciar por el relato de una persona. Ahora estaban los hechos sobre la mesa. Y con esa nueva coherencia entre lo interno y lo externo, supe que era hora de caminar en otra dirección. Fue ahí cuando decidí formarme para acompañar a otros. Como un hermano mayor en Alcohólicos Anónimos: ya conocía la senda que transcurre por el infierno.
Y, sin darme cuenta, esa mirada ya estaba ayudando a otros. Necesitaba ordenarla, ponerle nombre, y sobre todo, hacerla útil. Porque lo vivido tenía sentido si podía ser compartido.